domingo, 20 de agosto de 2017



'Soy viejo, ¡qué felicidad!'
 
Pasado mañana, 21 de agosto, cumplo 87 años. En los últimos años venía leyendo artículos y libros sobre la vejez, lecturas que me daban material para pensar sobre el tema abstracto de la vejez, pero no sobre la realidad de ser viejo, entre otras cosas, porque siempre le he huido a creerme viejo, y a que me llamen viejo o anciano. Prefería que me dijeran: persona mayor.
Pero hoy, echándole un vistazo a un libro que me llegó ayer, obsequio de una amiga, con el curioso título de una frase que dice: "Viejo es aquel que tuvo la suerte de llegar a ser viejo", frase que me pareció sugerente y encantadora, me encontré de repente, no con la vejez, allá afuera o arriba, sino con mi yo de carne y hueso, con la suerte de ser viejo, de 87 años bien vividos y gastados. Y me di cuenta, sin susto ni tristeza, de que soy viejo; me encontré conmigo mismo, con mi yo viejo, mi yo actual, cargado de años, de experiencias, de felicidad, con mi yo, el viejo que hoy soy.
Y tengo la satisfacción de comunicar a mis lectores que este encuentro, que voy asimilando tranquila y dulcemente, es mi primera verdad, algo así como la primera piedra, la roca, sobre la cual vengo construyendo las estancias o moradas más variadas y acogedoras de mi ser: antioqueño, jesuita, sacerdote, escritor, humano, pleno de sentimientos y de afectos, de impetuosidades, de alegrías y emociones, madurado, como la mies, al golpe de vientos y de lluvias, de soles y tormentas, de elogios y baculazos. Y aquí estoy: en pie, por la gracia de Dios.
Mi yo libre y espontáneo es mi primera verdad, mi piedra sillar, sobre la cual vengo construyendo, desde hace ya décadas, el edifico de la fe en Jesucristo, el Hombre-Dios que me ha hecho libre y feliz. La fe es un encuentro de la nada con el que ES, es ir más allá de mí mismo para encontrarme, aquí dentro, con el Autor de mis días y mis sueños, mi dulce amigo, "el único que me hace vivir tranquilo" (Salmo 4,9), el amigo que "mantiene alta mi cabeza". (Salmo 3,4)
Ochenta y siete años 'a bordo de mí mismo' es algo maravilloso, increíble, irrepetible, agradable, lleno de aventuras, con todas las grandezas y miserias, éxitos y fracasos de un drama de nunca acabar.
Pero lo novedoso de hoy, repito, no es el encuentro con la vejez, sino con mi yo viejo, concreto, base rocosa que he entendido siempre como la rampa de despegue para un vuelo hacia espacios infinitos, sin nunca dejar el punto de partida, mi yo terrenal, hoy viejo y feliz.
Soy mayor y hoy me siento orgulloso de proclamar a los cuatro vientos: soy viejo. No me había dado cuenta suficiente de la notable cantidad de años que han corrido bajo el puente ruidoso de mi yo.
He de confesar que ser viejo es todo un privilegio, es un don que se da a pocos.
Abundan los que tienen años como para ser viejos, verdaderos viejos rematados, pero son pocos los que se dan cuenta de ser viejos y que acojan su vejez con agradecimiento y felicidad. Privilegio es asunto de pocos, es un bien que hay que poseer con humildad, con la alegría de quien ha descubierto un tesoro oculto en su propio jardín.
Constituye todo un privilegio poder divisar, con tranquilidad, desde la cumbre de la vida, los años vividos, y otear con alegría el futuro, ya presente en el amor. Es privilegio contemplar el pasado y sentirse pletórico, abierto al futuro, en estrecha y grata compañía de parientes, de amigos y amigas, de compañeros, pero, sobre todo, en íntima amistad con el compañero inseparable: Jesús de Nazaret.
¡Bienvenida, vejez! Te saludo, te abrazo, te acojo como un privilegio, como el don más bello que Dios me ha querido conceder en el ocaso de mis días, como muestra singular de su fecunda amistad.

Por: Alfonso Llano Escobar, S. J.
19 de agosto de 2012, 01:28 am