Casi a diario, la Fiscalía recibe reportes de
viejos perdidos. Algunos no se extravían, son desterrados por sus propios
parientes. Un caso repetido es el de hombres y mujeres dejados en hospitales.
De un puñetazo perdió los cinco
dientes que le quedaban. Cuando la policía lo encontró se estaba ahogando con la
sangre que le salía por las encías. Ya era de noche y nadie se animó a
recogerlo porque creyeron que era un borracho vomitando. En realidad era un
abuelo sin memoria. Llevaba dos días deambulando las calles del centro sin
saber que estaba perdido. Ahora el viejo se ríe. No recuerda nada. Se llama Jairo Martínez, tiene 73 años y su familia pudo rescatarlo. Permanece sentado en su casa, en el barrio Kennedy, en un corredor frente a un espejo colgado en la pared. A veces, mientras se mira, Jairo cree reconocer a un amigo, entonces se saluda a sí mismo y vuelve a reír. Tuvo suerte: miles de abuelos perdidos nunca regresan.
Elizabeth Alaguna, enfermera jefe del Hogar Nazaret, un refugio para gente abandonada en el sur de Bogotá, sabe que cientos de ancianos deambulan las calles sin saber a dónde van, sin recordar su nombre, sin caer en cuenta de su drama, expuestos a los carros, las huecos, los ladrones, el frío, la indiferencia de casi todos.
Sólo en el refugio Nazaret hay 50 abuelos que un día, de pronto, se quedaron sin familia, unos porque salieron a la calle y ya no supieron cómo regresar, otros porque fueron echados de sus casas por hijos ebrios, otros más porque, tras ser llevados de urgencia a un hospital, fueron abandonados. Ese es un caso común: ancianos olvidados en centros médicos.
Sí, como muebles, meras cosas:
Liliana Oviedo, investigadora de la oficina de Reconocimiento de la Fiscalía, cuenta que ella y sus compañeros prestan servicio de identificación de abuelos abandonados en hospitales y clínicas. A veces son pacientes en coma, conectados a respiradores artificiales a los que deben tomarles huellas digitales y fotografiarlos, pero eso es casi todo.
Tras averiguar su nombre y el número de cédula, los investigadores no tienen presupuesto para hacer mucho más. Parece que, al fin de cuentas, se trata de viejos, fulanos sin valor que ni siquiera controlan esfínteres, que requieren ser llevados y traídos y bañados y vestidos y alimentados. En un mundo en que la belleza y la juventud es eso que aparece en las revistas, figurines cosidos a mano, los viejos resultan objetos inservibles.
Emilse García, empleada de El Bosque, un centro de atención para población abandonada en Ciudad Salitre, sabe de viejos con familia, pero sin ella; con hijos, pero sin ellos. En los corredores de ese refugio se ven abuelos sentados en sillas plásticas mirando su sombra en las baldosas, como si intentaran recordar la familia que tienen pero que no tienen. Algunos conservan la memoria intacta.
Es el caso de Joes Darlán Ortiz. Él cuenta que nació el 21 de junio de 1939 en Medellín y que vivió en el barrio San Javier. Su voz es entrecortada porque tiene los pulmones endurecidos. Lleva una gorra de béisbol y bigote pulido con tijeras.
Tuvo siete hijos, recuerda, pero no sabe dónde están. En la mano lleva un inhalador. Los médicos le tienen prohibido caminar, y llorar o reír en exceso porque temen que se ahogue. En su caso, la tristeza o la alegría resultan un peligro, pero él igual se ríe, como retando la suerte. Dice que sueña recibir una visita. Al fondo del corredor un grupo de ancianos ve televisión.
El aparato está clavado en la pared, arriba, igual que un altar. Una mujer que fue reina en Cartagena enumera las bondades de una crema y luego anuncia que es feliz, después repite eso de que los buenos somos más. Octavio Feria Cárdenas, un campesino del Caguán al que las Farc le robaron su tierra y su familia, cuenta que algunos ancianos están sordos pero que se sientan a ver televisión para no sentirse solos.
¿Y el amor sirve de algo?
La gerontóloga Lorena Valencia jura que ha visto ancianos con los huesos rotos y explica por qué. Ella advierte que muchos de los abuelos que llegan a los refugios fueron padres abusadores y alcohólicos cuyos hijos y esposas, al paso de los años, sólo parecen despreciarlos. Se trata de un doloroso cobro que el tiempo, de pronto, comienza a hacerles. A veces, cuenta ella, la Policía intenta regresarlos a sus casas, pero una y otra vez las familias se niegan a recibirlos, entonces deben llevarlos a los hogares de paso, que con el tiempo se vuelven hogares definitivos.
En el hogar de ancianos abandonados del Municipio de Medellín, en el barrio Belencito Corazón, cuentan historias de abuelos que llegaron con marcas de lazos a los que, alguien, los mantenía amarrados. Los gerontólogos de esa institución saben que en una casa sin comida y sin espacio para dormir, el primero que sobra es el abuelo, con mayor razón si los vínculos que lo unen a los demás miembros de la familia son lejanos, ya no con hijos sino con bisnietos o sobrinos o hijastros.
Todo se agrava para el anciano si, además, está postrado y hay que bañarlo y vestirlo. La Policía de Cali, Bogotá, Ibagué, Cartagena, Medellín, ha rescatado abuelos que llevaban meses sin que nadie los levantara de sus camas, desnutridos, con llagas en la piel por culpa de la falta de aseo. La indolencia parece infección nacional.
Quizás uno de los mayores dramas es el que sufren los ancianos con Alzhéimer, una enfermedad que devora el cerebro y vacía la mente de recuerdos. A los viejos que la padecen hay que recordarles todo una y otra y otra y otra vez, incluso como se llaman y el peligro de poner las manos en la estufa. Muchas personas creen que sólo se hacen los locos, entonces los dejan que se marchen a la calle. Así es como se pierden para siempre.
¿Por qué no nos alcanza la compasión para cuidar a los viejos? Resulta una ingenuidad no advertir que todos, a menos que fallezcamos jóvenes, nos haremos ancianos. Y es mejor no confiarse de eso que repiten las reinas por televisión: los buenos no siempre son mayoría. Basta ver el mundo.
Tenga en cuenta:
Recuerde que nadie tiene que esperar 72 horas para reportar la desaparición de un ser querido. Inmediatamente advierta la ausencia de un familiar, llame a la Policía. Los agentes están obligados a iniciar su búsqueda. Tenga en cuenta que, tras reportar cualquier desaparición, debe dirigirse a Medicina Legal para descartar que, eventualmente, su pariente esté muerto. De no ser así, diríjase a la Fiscalía y formalice su denuncia. Para ese trámite, debe llevar una foto reciente de su pariente y una descripción detallada de su apariencia física y ropa al momento de extraviarse. Evite, en la medida en que le sea posible, poner teléfonos personales en anuncios de búsqueda.
423-82-30 Es el teléfono de la Fiscalía seccional Bogotá. Úselo si sabe de un abuelo perdido.
ESCRIBA A: joshoy@eltiempo.com
JOSÉ ALEJANDRO CASTAÑO
REDACTOR DE EL TIEMPO
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